
La represión de la desgracia, la pérdida, la muerte, crean un tabú de
proporciones generosas que no nos deja espacio para aceptar la vida tal y como
es. A un moribundo no se le permite hablar de su inevitable desenlace, no se le
permite arreglar los asuntos pendientes. A un doliente se le azuza para que
abandone su tristeza lo antes posible no apoyándole en la elaboración de su
duelo, situación que es absolutamente necesario pasar si queremos trascender el
dolor y superar la muerte de una persona.
A un separado o separada, se le presentan parejas potenciales sin su
permiso y sin respetar un período, que para cada persona es distinto en
intensidad y duración, en el que se elabore la pérdida.
Es bueno hacerse eco e insistir en el reconocimiento de la belleza, lo
agradable, lo beneficioso, lo saludable. De ese modo minimizamos un potencial
estado de alerta continuado, incluso permanente de nuestro cerebro. Pero
también es cierto que no podemos esconder la cabeza bajo tierra cuando se
tuercen las cosas. Cuando uno se enfrenta a una situación difícil hay que tener
en cuenta que puede salir bien y no dejarse llevar por la desesperación de la
probabilidad de que salga mal. Pero también hay que tener presente que existe
esa probabilidad, la de que salga mal, y, estar preparado para ello. Las
desgracias o los percances en nuestra vida no tienen lugar porque pensemos de
forma negativa. Tienen lugar porque la vida es así, pasan cosas y no le pasan
sólo al vecino, a nosotros también.
La atención plena a la experiencia que surge en el momento nos debe
dejar espacio para aceptar lo bueno y lo malo. Esto no quiere decir que nos
resignemos si tenemos posibilidades, quiere decir que no siempre nos va a salir
todo bien. En la vida hay luces y sombras, ambas forman parte de nuestro camino
existencial, todas hay que vivirlas. La resistencia a experimentar lo negativo
cuando surge, no hace más que multiplicar el sufrimiento, casi tanto como la
anticipación negativa de lo que todavía no sabemos cómo se desarrollará.