domingo, 23 de octubre de 2016

Para estar bien hay que morir en el intento

Cuando se empieza una práctica de meditación o atención plena, ya sea dentro de una tradición como las diferentes escuelas budistas o el yoga, ya sea de una forma secular como el mindfulness del siglo XX y XXI, casi nadie cuenta con que, en un determinado momento, puede haber un proceso incómodo, que nos produce desde un leve malestar hasta un profundo dolor.

Los primeros síntomas de este proceso son motivo frecuente del abandono de la práctica. Nuestra motivación es, de una forma consciente o no, estar bien, ser más felices, aprender a surfear las olas de la vida más o menos frecuentes, más o menos grandes pero siempre existentes.

Ya sea querer reducir el estrés y la ansiedad, ya sea una insatisfacción existencial difusa lo que nos lleva a meditar, lo que pretendemos, es siempre lo mismo, estar al menos mejor de lo que estamos ahora. No es sorprendente entonces que surja perplejidad y decepción ante los primeros síntomas de malestar.

La meditación y las prácticas de atención plena, sean estas las que sean, nos obligan a detenernos y observarnos. En la meditación sedente esto es especialmente notorio, pero en un ejercicio de mindfulness aplicado a la ingesta de alimentos, por ejemplo, nos tenemos que detener igualmente y observar lo que estamos comiendo. En ese campo de conciencia van a aparecer emociones, sensaciones, pensamientos y, al no estar distraídos con recuerdos y proyecciones, nos encontramos cara a cara con nuestro patrones, nuestros apegos, nuestra capacidad crítica para con todo lo demás y para con nosotros mismos.

En pocas palabras, no nos suele gustar lo que observamos de nosotros. Nos damos cuenta que tenemos los mismos patrones neuróticos de conducta que tanto criticamos en los demás. Caemos en la cuenta de que no es verdad que los malos resultados sean siempre atribuibles a los otros, que nosotros tenemos una parte importante de responsabilidad en las cosas que salen mal. Igualmente, cuando hay buenos resultados, los méritos suelen ser compartidos con otras personas, no son sólo nuestros. Entonces pasa algo tremendo, nos damos cuenta de que no nos gustamos mucho, incluso nos caemos mal y que nuestra reacción es y ha sido siempre, tratarnos mal, autocriticarnos, tal y como hemos aprendido desde pequeños de nuestros familiares y profesores.

Este puede ser un momento muy duro y podemos preferir seguir como estábamos, con nuestras neuras, pero, al fin y al cabo, anestesiados, dormidos, distraídos. Se nos empieza a caer todo el entramado de la arquitectura con la que hemos fabricado durante tantos años y con tanto esmero nuestro falso yo, nuestra autoimagen. Nos quedamos desnudos, sin mecanismos de defensa. Empezamos a no creernos del todo las historias tan bonitas, tan favorables a nosotros mismos, que nos estábamos contando hasta ahora. Ya no me creo que la culpa de todo la tengan los demás, no me creo que los acontecimientos externos sean los responsables de mi estado de ánimo casi siempre inestable, no creo ser superior o mejor a otros que hasta la fecha consideraba inútiles, imbéciles, desconsiderados, tontos, etc.

Y la pregunta es: y ahora ¿qué? Ahora hay que plantearse si verdaderamente uno quiere y está dispuesto a quitarse las costras y florecer. Quizá sea más cómodo seguir mintiéndose a uno mismo, pero tal vez algo haya cambiado para siempre y empecemos a desconfiar de nuestras propias versiones.

Uno de los trabajos en este momento es comenzar a desarrollar una mayor tolerancia y afecto hacia sí mismo. Este proceso pasa por la aceptación de que somos humanos, que nuestra capacidad de elección es limitada, que todos cometemos errores y que, el que más y el que menos, ha generado cantidades importantes de sufrimiento en sí mismo y a su alrededor.


Esta mirada compasiva hacia nosotros mismos es la base para que empecemos a mirar el mundo de otro modo. No ser ni más ni menos, liberarse de la necesidad de destacar de ser únicos, de ser mejores que otros es un camino largo pero prometedor, es un renacer de las cenizas como el ave Fénix. Es abandonar la construcción mental del sí mismo, es, en definitiva, morir para florecer.

domingo, 2 de octubre de 2016

Can You Feel The Force?

En 1979 el grupo británico The Real Thing, muy fan de la Guerra de las Galaxias, nos preguntaba que si podíamos sentir la Fuerza (Can You Feel The Force, 1979).  En épocas de crisis, cuando todo se viene abajo, tras una fuerte decepción o en situaciones de estrés continuadas, es fácil caer en la desesperanza y desvitalizarse, es fácil dejar de sentir la Fuerza, dejar de sentir y de percibir el lado luminoso de la vida. En estos momentos de convulsión en los que, además de los acontecimientos perturbadores de la propia vida, vivimos en un mundo cada vez más estresante, más globalizado para bien y para mal, en el que se nos exige un esfuerzo de adaptación y respuesta sobrehumano, podemos rendirnos extasiados por tanta violencia, tanta exigencia y tanta mala noticia. Volver a sentir fortaleza, energía y recuperar el control que nos sea posible sobre la situación que estamos viviendo puede ser accesible para nosotros con una sencilla hoja de ruta:

Primer paso: Aceptar

Lo primero que hay que decir es que aceptar no es resignarse y pondré un ejemplo muy sencillo. Imaginemos que nuestro puesto de trabajo está en peligro. No aceptarlo sería no querer reconocer esta realidad. Aceptarlo es reconocerlo, eso nos da espacio para el análisis de la situación y poder actuar en consecuencia. Resignarse sería adoptar una actitud pasiva y dejar que los demás decidieran sin que tomáramos ninguna medida al respecto.

Lo segundo es que la aceptación se da a dos niveles:

         Aceptar los hechos objetivos. Reconocer lo que nos esté pasando a nivel externo: que nuestra relación de pareja hace aguas; que nuestro amigo del alma no quiere tener contacto con nosotros; que nuestro hijo anda metido en problemas; que nuestro puesto de trabajo corre peligro; que ese amigo tuyo que recomendaste para un puesto en tu empresa, ahora está compitiendo contigo de muy malas maneras; que la situación política de nuestro país nos perjudica seriamente; que somos víctimas de maltrato en el ámbito familiar; que tenemos un problema con el alcohol, las drogas o cualquier otra adicción. Estas situaciones por las que pasan millones de personas, son muy difíciles de reconocer, al menos en un primer momento, y la resistencia a que las cosas sean como verdaderamente son no hace más que bloquearnos y aumentar nuestro sufrimiento porque recibimos continuamente la bofetada de la realidad que cada vez es más fuerte por negarnos a verla y escucharla.

         Aceptar el impacto psicológico y emocional de esta situación en nosotros. De nada sirve hacernos los suecos o los fuertes cuando realmente estamos muy afectados por lo que está ocurriendo. Frases del estilo de “yo puedo con todo esto y más” lo único que revelan es un nivel elevado de autoexigencia y falta de humanidad y compasión para con nosotros mismos. Reconocer “estoy sufriendo”, “lo estoy pasando mal”, “tengo mucho estrés”, “me está afectando psicológicamente” es un paso fundamental para trascender los efectos de lo que esté ocurriendo. Nadie nos ha enseñado a gestionar bien las dificultades, en especial cuando nos vienen en masa.


Segundo paso: Observar

Parase, ver, sentir, oír. La observación se da en tres niveles:

Observar nuestras sensaciones. La primera información de que algo nos está afectando suele darla el cuerpo. Una vez que hemos reconocido lo que nos pasa y que lo estamos pasando mal, es bueno parar un minuto, dos, cinco y observar cómo está nuestro cuerpo, si sentimos malestar y si podemos identificar ese malestar con la situación que estamos viviendo. Tomar contacto con el cuerpo supone un alivio inmediato de nuestras obsesiones y compulsiones. Generalmente es un exceso de pensamiento el que produce un sufrimiento añadido al dolor que nos produce una situación.

Observar nuestras emociones. De nuevo parar, detectar que existe una emoción y tratar de etiquetarla lo más precisamente posible: rencor, celos, ira, rabia, tristeza, angustia, preocupación, una mezcla de todas ellas. Intentar localizarla en el cuerpo. Si estás furibundo, lo más probable es que tus brazos estén como piedras. Si no puedes manifestar abiertamente tu enfado quizás tus mandíbulas estén tan tensas que corras el riesgo de fundir tus molares superiores e inferiores. No te enganches a la emoción pero no la reprimas, deja que se manifieste. Te sorprenderá ver, que, poco a poco, se va desactivando.

Observar nuestros pensamientos: ¿Te has fijado en ellos? Trata de verlos desde una postura desapegada, como si no fueran contigo ¿Qué patrón siguen? ¿Cómo se enlazan unos con otros? Cuando estamos expuestos a un suceso perturbador, la primera reacción de dolor, de sufrimiento (llamado sufrimiento primario) es casi biológica. Notamos esa punzada en el estómago, esa tensión en los músculos. Lo que sigue después, suele ser una rumiación de ese acontecimiento y la anticipación de todas las consecuencias que éste pueda acarrear. En definitiva, es un sufrimiento secundario que se puede trascender. Podemos, observando nuestros pensamientos, caer en la cuenta de que nos estamos preocupando por acontecimientos que aún no han sucedido, y, lo que es peor, es probable que nunca sucedan. O quizás podemos observar que estamos alimentando nuestra ira encadenando este acontecimiento a otros parecidos que tuvieron lugar en otro momento. La observación de lo que nos pasa por la cabeza y el influjo que ello tiene en nuestras emociones y estado de ánimo, es fundamental para poder gestionar bien a nivel psicológico y emocional todo lo que nos está pasando. Si no sabemos cómo funciona algo, no podemos repararlo.

Tercer paso: Actuar.

Ya tenemos toda la información que nos hace falta sobre lo que está pasando y cómo nos afecta. Es el momento de informarse, agruparse, buscar ayuda, alejarse, involucrarse, denunciar, hablar, acudir a un profesional, buscar recursos materiales, enfrentarse, huir, asociarse, hablar, reclamar, hablar más alto por si no nos han oído, compartir nuestra experiencia con otras personas que estén en nuestra situación, emigrar, escribir, crear, fundar una asociación, investigar, organizarse, organizar a otros, etc. Como podemos ver, las opciones son muchas y, depende de cada uno, de su personalidad y de sus circunstancias vitales y personales tomar una u otra.


No hay nada que interese más al poder, al poder que se alimenta de la subyugación de otros, ese poder que puede ser ejercido por una persona, una organización, un país o un grupo de países, que un conjunto de personas deprimidas, pasivas y desmoralizadas. La energía y la alegría son una forma de resistencia en los momentos de crisis, vengan estas de donde vengan, y, por sí mismas, combaten el objetivo de todos aquellos que quieren vernos con miedo y con angustia para sentirse poderosos.

¿Y ahora? ¿Puedes sentir la Fuerza?