Cuando se empieza una práctica de meditación o atención plena, ya sea
dentro de una tradición como las diferentes escuelas budistas o el yoga, ya sea
de una forma secular como el mindfulness del siglo XX y XXI, casi nadie cuenta
con que, en un determinado momento, puede haber un proceso incómodo, que nos
produce desde un leve malestar hasta un profundo dolor.
Los primeros síntomas de este proceso son motivo frecuente del
abandono de la práctica. Nuestra motivación es, de una forma consciente o no,
estar bien, ser más felices, aprender a surfear las olas de la vida más o menos
frecuentes, más o menos grandes pero siempre existentes.
Ya sea querer reducir el estrés y la ansiedad, ya sea una
insatisfacción existencial difusa lo que nos lleva a meditar, lo que
pretendemos, es siempre lo mismo, estar al menos mejor de lo que estamos ahora.
No es sorprendente entonces que surja perplejidad y decepción ante los primeros
síntomas de malestar.
La meditación y las prácticas de atención plena, sean estas las que
sean, nos obligan a detenernos y observarnos. En la meditación sedente esto es
especialmente notorio, pero en un ejercicio de mindfulness aplicado a la
ingesta de alimentos, por ejemplo, nos tenemos que detener igualmente y
observar lo que estamos comiendo. En ese campo de conciencia van a aparecer
emociones, sensaciones, pensamientos y, al no estar distraídos con recuerdos y
proyecciones, nos encontramos cara a cara con nuestro patrones, nuestros
apegos, nuestra capacidad crítica para con todo lo demás y para con nosotros
mismos.
En pocas palabras, no nos suele gustar lo que observamos de nosotros.
Nos damos cuenta que tenemos los mismos patrones neuróticos de conducta que
tanto criticamos en los demás. Caemos en la cuenta de que no es verdad que los
malos resultados sean siempre atribuibles a los otros, que nosotros tenemos una
parte importante de responsabilidad en las cosas que salen mal. Igualmente,
cuando hay buenos resultados, los méritos suelen ser compartidos con otras
personas, no son sólo nuestros. Entonces pasa algo tremendo, nos damos cuenta
de que no nos gustamos mucho, incluso nos caemos mal y que nuestra reacción es
y ha sido siempre, tratarnos mal, autocriticarnos, tal y como hemos aprendido
desde pequeños de nuestros familiares y profesores.
Este puede ser un momento muy duro y podemos preferir seguir como
estábamos, con nuestras neuras, pero, al fin y al cabo, anestesiados, dormidos,
distraídos. Se nos empieza a caer todo el entramado de la arquitectura con la
que hemos fabricado durante tantos años y con tanto esmero nuestro falso yo,
nuestra autoimagen. Nos quedamos desnudos, sin mecanismos de defensa. Empezamos
a no creernos del todo las historias tan bonitas, tan favorables a nosotros
mismos, que nos estábamos contando hasta ahora. Ya no me creo que la culpa de
todo la tengan los demás, no me creo que los acontecimientos externos sean los
responsables de mi estado de ánimo casi siempre inestable, no creo ser superior
o mejor a otros que hasta la fecha consideraba inútiles, imbéciles,
desconsiderados, tontos, etc.
Y la pregunta es: y ahora ¿qué? Ahora hay que plantearse si
verdaderamente uno quiere y está dispuesto a quitarse las costras y florecer.
Quizá sea más cómodo seguir mintiéndose a uno mismo, pero tal vez algo haya
cambiado para siempre y empecemos a desconfiar de nuestras propias versiones.
Uno de los trabajos en este momento es comenzar a desarrollar una
mayor tolerancia y afecto hacia sí mismo. Este proceso pasa por la aceptación
de que somos humanos, que nuestra capacidad de elección es limitada, que todos
cometemos errores y que, el que más y el que menos, ha generado cantidades
importantes de sufrimiento en sí mismo y a su alrededor.
Esta mirada compasiva hacia nosotros mismos es la base para que
empecemos a mirar el mundo de otro modo. No ser ni más ni menos, liberarse de
la necesidad de destacar de ser únicos, de ser mejores que otros es un camino
largo pero prometedor, es un renacer de las cenizas como el ave Fénix. Es
abandonar la construcción mental del sí mismo, es, en definitiva, morir para
florecer.