Con frecuencia, en las tradiciones orientales, más específicamente en
el budismo, aunque también en el yoga, se hace especial hincapié en los efectos
de nuestro habla.
En el mundo occidental, pero en especial en los países de habla
hispana, con la excepción de algunos pueblos indígenas de América Latina, el
silencio resulta incómodo, inquietante e incluso ofensivo. Sin embargo lo que
sale por nuestra boca es, con frecuencia, fuente de un inmenso sufrimiento. Es
algo a lo que, sencillamente, no prestamos atención. No nos fijamos en el tono,
no tenemos en cuenta si lo que contamos vulnera la intimidad de otros, no nos
damos cuenta de que calificar las cosas puede ofender a terceros y cerrar
nuestra mente encajonando la realidad en cómodos compartimentos (feo, bonito, bueno,
malo, idiota, listo…) en los que hemos ido metiendo las cosas valorándolas por
encima, sin la menor intención de profundizar en ellas.
La charlatanería, tan valorada en nuestra sociedad, tan propia de
gente sociable y simpática, puede ser un síntoma de distracción, de evasión de
la realidad y de desconexión de uno mismo. Hablar por hablar supone perder una
energía y un tiempo precioso, que no nos sobra precisamente, en especial si se
vive en un entorno urbano y, en la práctica, fuerza a un potencial interlocutor a hacer lo
mismo, aunque no quiera. El hablar por hablar nos aleja de la vida, nos
ensimisma, nos hace perder el contacto con nuestra esencia y estar
permanentemente volcados y pendientes del exterior.
Hablar se ha convertido en un automatismo más, en un impulso, en un
acto reactivo. Aparece alguien y hablamos.
El cuidado en lo que hablamos requiere de un esfuerzo por nuestra
parte en aplicar la atención plena al hecho de comunicarse. Y estamos hablando
aquí sólo de la acción verbal, no de la rumiación o el parloteo interno que
daría para capítulos de un libro.
Cómo aplicar la atención plena al habla.
Primero, antes de hablar hay que pensar tres cosas:
¿Es necesario decir lo
que tenía pensado decir?
¿Es verdad?
¿Qué efecto va a causar
en mi/s interlocutor/es?
Si, tras hacernos estas preguntas, decidimos hablar, es bueno tener en
cuenta los siguientes aspectos:
Hablar de forma comprensible y adecuada para el/los interlocutor/es.
Dejar expresarse a la
persona o personas con las que se está hablando.
Cuidar el volumen y el
tono (evitar cinismo, ironía, sarcasmo)
Contemplar al
interlocutor como un igual, no como a un ser inferior.
Hablar con un buen
propósito. En el momento en que la intención sea sobreponerse o llevar razón a
toda costa, estamos entrando en un juego meramente egocentrista.
Finalizar la conversación
cuando degenera.
Tener un legítimo
interés por relacionarse verbalmente con esa persona o conjunto de personas, no
en sobreponerse, insultar, faltar al respeto o apabullar.
En la medida de lo
posible, no hablar, en especial no hablar mal, de terceros en su ausencia.
Lo que no se dice
El silencio es un bien escaso en nuestra sociedad. Nos deja al desnudo
con nosotros mismos. Necesitamos llenar los espacios vacíos con ruido, y parte
de ese ruido lo generamos nosotros con nuestras cuerdas vocales.
El cultivo del silencio, de la discreción en el hablar, del cuidado en
lo que se dice tiene efectos muy beneficiosos en nuestra mente. Para empezar
adquirimos un hábito saludable para con nosotros mismos. Seleccionando lo que
decimos, cómo lo decimos y en qué tono, vamos modificando nuestras rutas de
pensamiento. Simplemente elegimos opciones más sanas de relacionarnos con
otros. Pero además, tiene un efecto colateral. Generalmente, las personas que
son muy selectivas a la hora de poner contenidos en su boca, también son muy
respetadas por el entorno.
Hablar es maravilloso, una cualidad humana única en nuestro planeta.
Es la principal forma de relacionarnos entre humanos. Utilicémosla con
reverencia, respeto y generosidad.
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