La felicidad se ha convertido en un
producto comercializable. Hay numerosas ofertas de cursos y talleres, libros de
autoayuda y terapias que garantizan ser
más feliz, y no sólo eso, ponen un plazo. En la variedad de productos
existentes para alcanzar un mayor grado de felicidad hay gente muy seria, con
una formación y base sólidas que facilitan al interesado un camino a recorrer
en el que el principal protagonista y responsable de su bienestar es uno mismo.
No ofrecen milagros y advierten de la necesidad de adquirir un determinado
grado de compromiso con las prácticas que se prescriben. Sin un mínimo esfuerzo
no hay ninguna evolución hacia una mayor consciencia y, por tanto, hacia un
mayor bienestar.
No obstante, en el inmenso popurrí del
mercado alternativo tanto espiritual como terapéutico, hay mucha gente que se
apunta al carro de la última tendencia con el único y exclusivo fin de hacer
caja. De repente un terapeuta craneosacral es experto en mindfulness de la noche
a la mañana, un profesor de yoga hace terapia integrativa y un personaje de
profesión indefinida lo mismo nos guía hacia nuestra diosa interior como nos
ofrece una terapia infalible sobre los 7 obstáculos que impiden que seamos
felices.
Abrumados como estamos por los
problemas cotidianos, es fácil caer es este tipo de productos comerciales sin
base ni conocimiento real. Lo que queremos es que nuestros problemas
desaparezcan y hay gente que intenta convencernos de que con un acto de simple voluntad
esto puede suceder. Para ello utilizan frases de grandes maestros sacadas de
contexto, cuyo mensaje original se pervierte para servir a los intereses
individuales de gente con pocos principios. La solución no es tan sencilla.
Para empezar la felicidad no es que el
mundo se transforme para favorecer nuestros intereses y nuestro bienestar, la
felicidad es un estado interno que pasa, en primer lugar, por la aceptación. La
aceptación no es resignación, es el simple reconocimiento del estado de nuestra
realidad en este momento: en este momento estoy enfadada; en este momento me
siento inseguro; en este momento estoy gravemente enferma; ahora estoy en paz;
etc. Partiendo de esa aceptación hay un largo y laborioso trabajo de
autoconocimiento y de aprendizaje. Lo primero que tenemos que aprender es que
no somos nuestros pensamientos, que no somos nuestras emociones, que ambos son
perecederos y que no nos podemos dejar dominar por ellos. En definitiva,
aprendemos a gestionar nuestros estados mentales, a verlos con distancia, a
darles la importancia que tienen como hechos efímeros y transitorios y, así, a
relacionarnos con ellos de una forma bondadosa y tolerante, como si
observáramos la rabieta de un bebé. Poco a poco, vamos adquiriendo un estado
más ecuánime y sereno y vamos desarrollando recursos para no dejarnos dominar
por nuestros estados mentales. El desarrollo de estos recursos proporciona a su
vez un estado de sereno contento interior más allá de nuestras circunstancias
personales. Esa es, probablemente, la aproximación más exacta a la felicidad
que la mayoría de los mortales experimentaremos a lo largo de nuestra vida. La
felicidad no es estar alegre siempre y compulsivamente. Ni siquiera es ser
positivo. Ver siempre la parte buena de las cosas y esconder la parte mala nos
puede llevar a un agotamiento mental contraproducente. Las cosas son de muchos
colores y no son como queremos que sean,
son como son. Si bien es cierto que la interpretación de la realidad puede
empeorar mucho nuestra visión de las cosas, también es cierto que las puede
teñir de rosa cuando son más bien grises. En resumen, obviar la parte que no
nos gusta, sirve para aumentar nuestra neurosis.
Ser feliz pasa por aceptar que en una
vida puede haber aconteceres de signos muy diferentes y que podemos
relacionarnos con todos ellos de una manera ecuánime y bondadosa haciéndoles un
hueco en el proceloso ir y venir de las cosas.