lunes, 30 de mayo de 2016

Maestros inclasificables: Alan Watts


Alan Watts nació en Reino Unido en enero de 1915. Siendo muy joven empezó a sentir atracción por las culturas y filosofías orientales. Con tan solo 14 años publicó su primer artículo en periódico de la Casa Budista de Londres. Con 16 años publicó un pequeño libro de introducción al Zen. Con 23 años se fue a vivir a Estados Unidos donde fue presbítero de la Iglesia Anglicana en la ciudad de Nueva York. En 1951 se traslada a San Francisco para ejercer la docencia en la Academia de Estudios Asiáticos de la que fue decano.

Alan Watts, no profesó “oficialmente” ninguna religión tras colgar los hábitos como pastor anglicano. Es más fue sumamente iconoclasta en la práctica de algunas tradiciones orientales de las que se declaraba adepto. Por ejemplo, no meditaba ni se sentaba en zazen con regularidad, pese a lo cual escribió y difundió el budismo y más concretamente el budismo zen con una claridad, conocimiento y precisión que no tenían nada que envidiar a la de un buen maestro.


Alan se opuso al modelo moderno de sociedad, un modelo individualista, propiciatorio de la dispersión mental, convertido a la nueva religión del dinero y sometido a la manipulación de los mass media. Se opuso igualmente al modelo judeocristiano generador de miedo y culpa. Fue un adalid de la contracultura. Conoció al maestro zen Suzuki y a Jung. Vivió en Japón, en India, en Reino Unido y en Estados Unidos. Los últimos años los dedicó a la difusión de las prácticas y filosofías orientales y recopiló un abundante material audiovisual que es uno de sus legados más valiosos. Fue un gran comunicador, una mente preclara, un lujo del occidente de mediados del siglo XX. Murió en California en noviembre de 1973 mientras dormía. Nos queda su legado literario y audiovisual.

domingo, 29 de mayo de 2016

¿Necesitas un motivo para meditar? Aquí tienes uno: nada que obtener

Desde pequeños se nos ha inculcado la idea y la costumbre de hacer las cosas por algo, con algún propósito, por alguna razón. Aunque en líneas generales puede ser una buena forma de proceder para fomentar la reflexión y evitar comportamientos sin sentido, lo que no es sano ni razonable es poner todas las energías en la meta y ninguna o casi ninguna en el proceso.

Esta actitud nos ha llevado a situaciones objetivamente ridículas como, por ejemplo, justificar lo que no tiene por qué justificarse, estableciendo un vínculo irrevocable entre lo que se hace y la meta a conseguir. Cosas del tipo “voy a la playa porque me lo ha recomendado el médico”; “meriendo porque comer más veces y menos cantidad es mejor para adelgazar”. En definitiva, voy a la playa para sanar, no para vivir unos días junto al mar, disfrutar del contacto con el agua, del sol en la piel, de la buena temperatura, del efecto tonificante del baño, del olor a mar, etc; meriendo para adelgazar, no para disfrutar a media tarde de una reconfortante taza de té y unas galletas, no para sentir su sabor, su olor, su efecto en el cuerpo.

Teniendo la mirada fija en la meta no estamos disfrutando del camino que puede estar en medio de un bosque frondoso con infinidad de sensaciones y emociones. Incluso, aunque el camino sea un desierto árido, es mejor vivirlo que vivir al margen. Viviendo dejando de lado el proceso que nos lleva a conseguir las cosas, viviendo proyectados en un futuro, por lo demás incierto, ¿estamos realmente vivos? Yo diría que no.

Podemos hacer un ejercicio, a ver que pasa. Vamos a hacer las cosas por hacerlas, podemos caminar sin pensar en que el ejercicio es sano; contar chistes sin esperar que nadie se ría; beber cuando tengo sed, no porque sea bueno; comer un potaje porque es lo que hay hoy, no porque tenga vitaminas, minerales y oligoelementos; hacer el amor porque a mi pareja y a mí nos apetece, no porque haya pasado mucho tiempo desde la última vez; jugar con el perro porque es lo que ambos queremos hacer en este momento, no porque interactuar con mi mascota refuerza los vínculos y mi salud física y mental; y así todo lo que hagas, plenamente consciente de lo que estás haciendo en cada momento y sin esperar un resultado.

La meditación no es una terapia, no es relajación, no es religión, no es un ejercicio, no es una elucubración, ni siquiera es una técnica. La meditación es un estado y su único fin es la meditación en sí misma.

En el budismo, no obstante, se habla de aspiración. La aspiración es la certeza, más allá de nuestra propia experiencia, de que se puede estar y profundizar en dicho estado, el de meditación, hasta trascender el ego y revelarse nuestra verdadera naturaleza libre de apego y rechazo y, por lo tanto de sufrimiento.

Si quieres meditar, lo que te mueve no es estar más tranquilo, superar la ansiedad, rendir más en el trabajo o mejorar tus relaciones. Todas estas cosas son excusas. Si quieres meditar es porque sabes que estás muy distraído y esa distracción no permite que tu verdadera naturaleza se manifieste a través de ti. Si quieres meditar, medita. Medita sin meta ni obtención.


sábado, 28 de mayo de 2016

Tener o no tener suerte

Habitualmente solemos expresar la frustración y la diferencia entre nuestras expectativas y la realidad con esta expresión “no tengo suerte”. Quizás no nos hemos parado a pensar de qué manera hemos llegado hasta aquí.
Es cierto que hay circunstancias muy complicadas, que los seres humanos no nos merecemos las guerras, los abusos, las vejaciones, las humillaciones, la pobreza, etc. Es cierto que son el producto de un desequilibrio, de actuaciones inconscientes y egoístas. Pasar por todas o alguna de estas circunstancias nos puede descentrar, apartar del sentido de pertenecer al género humano, cerrar y aislar en nuestro pequeño mundo. Yo no sé cómo reaccionaría si tuviera que soportar las atrocidades de una guerra o un campo de concentración, el abuso de ser presa de conciencia o de perderlo todo de la noche a la mañana.
Pero, a lo largo de una vida “normal” en la que no hemos tenido que sufrir ninguna de las anteriores circunstancias, pasamos temporadas de abatimiento y frustración que derivan en una rabia contenida fruto de habernos formado una ilusión, habernos creado una expectativa y no haber tenido en cuenta que la vida es muy rica en posibilidades, tiene una oferta variadísima de soluciones a nuestros problemas y nos lleva por derroteros distintos a nuestra intención y, a veces, para bien, aunque no seamos capaces de verlo metidos en el vórtice del huracán. La desilusión se apodera de nosotros y nos hunde en un estado de ánimo distímico y ansioso fruto de la rabia que nace de la frustración. En realidad no nos comportamos de una manera muy distinta a como lo hace un bebé cuando hace pucheros porque ha roto su juguete a base de darle cachiporrazos.

Quizás si cambiamos de perspectiva podamos desarrollar una visión distinta de la “suerte” que tenemos. Imaginemos cuantos cientos de millones de espermatozoides generó nuestro padre y cuantos cientos de óvulos nuestra madre. Y aquí estamos nosotros fruto de una lotería, la más difícil de ganar. ¿Cuántas combinaciones posibles saldrían de la probabilidad de engendrar teniendo en cuenta cada uno de los espermatozoides con cada uno de los óvulos? ¿Cientos de billones? Es más ¿Y si nuestros padres no se hubieran conocido nunca? ¿O no hubieran decidido unirse? Y así con nuestros abuelos, bisabuelos, tatarabuelos, etc. El hecho de experimentar la vida es algo extraordinario por ley de probabilidades. El hecho de ser un ser humano, todavía más. ¿Cuántos millones de especies vegetales hay? ¿Cuántas cabezas de ganado en el mundo? ¿Cuántos insectos? Y sin embargo tú y yo y él y aquel somos seres humanos. ¿Nos podemos hacer realmente una idea de lo excepcional que es eso? La suerte está echada y a ti, lector de este artículo y a mí escritora nos ha tocado el gordo de la lotería.