Dice Cesar Millán, el famoso
encantador de perros mejicano, residente en Estados Unidos, que para educar a
un perro son indispensables estos tres principios: ejercicio, disciplina y
afecto.
Ciertamente, esta misma prescripción
podría aplicarse a los métodos para entrenar la mente. No en vano se habla en
el zen de la doma del buey, como parábola que simboliza el entrenamiento para
aplacar nuestra mente de simio, siempre brincando de allá para acá.
Para entrenar la mente, para
que pare de funcionar en piloto automático, para que deje de rumiar, para
desactivar a es@ loc@ que todos llevamos dentro, es fundamental incorporar en nuestros hábitos
de vida la práctica formal de la meditación. Ese sería el ejercicio en el caso
que nos ocupa. La mayoría de nosotros está en el modo hacer la mayor parte del
tiempo. En general, pero muy en especial en la cultura occidental, se tiende a
la dispersión mental. Traer la mente al aquí y ahora sólo se puede conseguir
parando y observando lo que acontece con una actitud abierta y sin juicio. Esto
es la meditación.
Es indispensable también la
disciplina en dos sentidos. El primero consiste en comprometerse a encontrar
todos los días unos minutos para meditar. Al principio será un ejercicio de
voluntad, más tarde iremos encontrando estrategias para abrir un espacio diario
para la introspección. Con el tiempo será una práctica perfectamente integrada,
lo cual no quiere decir que no nos podamos volver a despistar y perder el
hábito. Hay que estar siempre al acecho de sí y no dormirse en los laureles. El
segundo sentido en el que se tiene que aplicar la disciplina es en traer la
mente constantemente al objeto de atención, en no seguir a los pensamientos
discursivos durante la meditación, perdiéndonos en ellos. Esto hay que hacerlo
una y otra vez. Es un principio fundamental para entrenar la mente.
Y aquí entra precisamente el
tercer punto, el afecto. Generalmente cuando no encontramos tiempo para
meditar, cuando nos despistamos y seguimos a nuestros pensamientos, nos
culpamos, nos regañamos, nos criticamos duramente. El tratarnos con tolerancia,
afecto y suavidad es fundamental y no tiene nada que ver con la indolencia. La
autocompasión, en el sentido de afecto por nosotros mismos y de aspirar a
vernos libres de sufrimiento, es un factor indispensable para desarrollar
compasión por los demás. No podemos abrir el corazón a otras personas si no nos
lo abrimos primero a nosotros.
Este es un método con miles
de años de antigüedad que avalan su eficacia. Nos podemos convertir en
encantadores de nuestra mente.
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